LIBROS
PARA LEER:
“Historia
verdadera de la conquista de la Nueva España”
Autor:
Bernal Díaz del Castillo.
Bernal
Díaz del Castillo (1495/96-1584),
soldado y cronista nacido en Medina del Campo, pasó a América con
Pedrarias Dávila en 1514; instalado en Cuba y careciendo de
encomienda se asoció con otros soldados y participó en el
descubrimiento del Yucatán en 1517; en 1518 formó parte de la
expedición de Grijalva, descubridor de Méjico. Y en 1519 participó
en la expedición de Hernán Cortés, figurando entre los amigos de
Cortés incluso en los momentos dudosos. Tras la caída de
Tenochtitlán participó en otras expediciones como la conquista de
Chiapas. Se significó por su lucha en suavizar la situación de
dependencia de los indios conquistados. En 1540, tras el viaje a
España, obtuvo la concesión de una encomienda en Guatemala, donde
se estableció. En 1550 volvió a España interviniendo en la
discusión sobre la colonización entre Las Casas y Sepúlveda. En
sus últimos años fue vecino y regidor de Guatemala, donde se afincó
y dejó descendencia, pues tuvo doce hijos entre legítmos e
ilegítimos.
Ya anciano creyó necesario
consignar por escrito sus recuerdos de la conquista, para vindicar
los hechos de sus camaradas y los suyos propios y replicar a López
de Gómara, cuyo relato ensalzaba en demasía a Cortés, con olvido
de sus huestes.
Para ello escribió Historia
verdadera de la conquista de Nueva España (
no publicada hasta 1632 por Fray Alonso Remón)
Esta obra constituye una fuente
insustituible para la historia de la conquista de México. Famosa por
el detallismo de los datos y el anecdotario de los hechos, tienen una
vivacidad e ingenuidad que atraen desde el primer momento.
(Ver: Diccionario de Historia de
España, dirigido por Germán Bleiberg, Alianza editorial. Madrid
1979, tomo primero. Voz: Díaz del Castillo, Bernal)
Hemos escogido el relato de
la descripción de Méjico.
CAPÍTULO
XCII
COMO
NUESTRO CAPITÁN SALIO A VER LA CIUDAD DE MEJICO Y EL TATELULCO, QUES
LA PLAZA MAYOR, Y EL GRAN CU DE SU VICHILOBOS, Y LO QUE MAS PASO
“Como
había ya cuatro días questábamos en Méjico y no salía el capitán
ni ninguno de nosotros de los aposentos, eceto a las casas e huertas,
nos dijo Cortés que sería bien ir a la plaza mayor y ver el gran
adoratorio de su Vichilobos, y que quería enviallo a decir al gran
Montezuma que lo tuviese por bien. Y para ello envió por mensajero a
Jerónimo de Aguilar e doña Marina, e con ellos a un pajecillo de
nuestro capitán que entendía algo la lengua, que se decía
Orteguilla. Y el Montezuma como lo supo envió a decir que, fuésemos
mucho en buen hora, y por otra parte temió no le fuésemos a hacer
algún deshonor en sus ídolos, y acordó de ir él en persona con
muchos de sus principales, y en sus ricas andas salió de sus
palacios hasta la mitad del camino; cabe unos adoratorios se apeó de
las andas porque tenía por gran deshonor de sus ídolos ir hasta su
casa e adoratorio de aquella manera, y llevábanle del brazo grandes
principales; iban adelante dél señores de vasallos, e llevaban
delante dos bastones como cetros alzados en alto, que era señal que
iba el gran Montezuma, y cuando iba en las andas llevaba una varita
medio de oro y medio de palo, levantada como vara de justicia. Y ansí
se fue y subió en su gran cu, acompañado de muchos papas, y comenzó
a sahumar y hacer otras cerimonias al Vichilobos. Dejemos al
Montezuma, que ya había ido adelante, como dicho tengo, y volvamos a
Cortés y a nuestros capotanes y soldados, que como siempre teníamos
por costumbre de noche y de día estar armados, y así nos vía estar
el Montezuma cuando le íbamos a ver, no lo tenía por cosa nueva.
Digo esto porque a caballo nuestro capitán con todos los demás que
tenían caballo, y la más parte de nuestros soldados muy
apercebidos, fuimos al Turelulco. Iban muchos caciques quel Montezuma
envió para que nos acompañasen; y desque llegamos a la gran plaza,
que se dice el Tatelulco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos
admirados de la multitud de gentes y mercaderías que en ella había
y del gran concierto y regimiento que en todo tenían. Y los
principales que iban con nosotros nos lo iban mostrando; cada género
de mercaderías estaban por sí, y tenían situados y señalados sus
asientos. Comencemos por los mercaderes de oro y plata y piedras
ricas y plumas y mantas y cosas labradas y otras mercaderías de
indios esclavos y esclavas; digo que traían tantos dellos a vender
aquella gran plaza como traen los portugueses los negros de Guinea, e
traíanlos atados en unas varas largas con colleras a los pesquezos,
por que no se les huyesen, y otros dejaban sueltos. Luego estaban
otros mercaderes que vendían ropa más basta y algodón e cosas de
hilo torcido, y cacahueteros que vendían cacao, y desta manera
estaban cuantos géneros de mercaderías hay en toda la Nueva España,
puesto por su concierto de la manera que hay en mi tierra, ques
Medina del Campo, donde se hacen las ferias, que en cada calle están
sus mercaderías por sí; ansí estaban en esa gran plaza, y los que
vendían mantas de henequén y sogas y cotaras, que son los zapatos
que calzan y hacen del mismo árbol y raíces muy dulces cosidas, y
otas rebusterías que sacan del mismo árbol, todo estaba en una
parte de la plaza en su lugar señalado, y cueros de tigres, de
leones y de nutrias, y de adives y de venados y de otras alimañas e
tejones e gastos monteses, dellos adobados y toros sin adobar estaban
en otra parte, y otros géneros e mercaderías. Pasemos adelante y
digamos que los que vendían fríjoles y chía y otras legumbres e
yerbas a otra parte. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de
papada, conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas
deste arte, a su parte de la plaza. Digamos de las fruteras, de las
que vendían cosas cocidas, mazamorreras y malcocinado, también a su
parte. Pues todo género de loza, hecha de mil maneras, desde tinajas
grandes y jarrillos chicos, questaban por sí aparte; y también los
que vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían como
nuégados. Pues los que vendían madera, tablas, cunas e vigas e
tajos y bancos, y todo por sí. Vamos a los que vendían leña acote,
e otras cosas de esta manera. Qué quieren más que diga que,
hablando con acato, también vendían muchas canoas llenas de yenda
de hombres, que tenían en los esteros cerca de la plaza, y esto era
para hacer sal o para cortir cueros, que sin ella dicen que no se
hacía buena. Bien tengo entendido que algunos señores se reirán
desto; pues digo ques ansí; y más digo que tenían por costumbre
que en todos los caminos tenían hechos de cañas o pajas o yerbas,
por que no los viesen los que pasasen por ellos; allí se metían si
tenían ganas de purgar los vientres, por que no se les perdiese
aquella suciedad. Para qué gasto yo tantas palabras de lo que
vendían en aquella gran plaza, porques para no acabar tan presto de
contar por menudo todas las cosas, sino que papel, que en esta tierra
llaman amal, y unos cañutos de olores con liquidámbar, llenos de
tabaco, y otros ungüentos amarillos y cosas deste arte vendían por
sí; e vendían mucha grana debajo los portales questaban en aquella
gran plaza. Había muchos herbolarios y mercaderías de otra manera,
y tenían allí sus casas, adonde juzgaban tres jueces y otros como
alguaciles ejecutores que miran las mercaderías. Olvidándoseme
había la sal y los que hacían navajas de pedernal, y de cómo las
sacaban de la misma piedra. Pues pescaderas y otros que vendían unos
panecillos que hacen de uno como lama que cogen de aquella gran
laguna, que se cuaja y hacen panes dello que tienen un sabor a manera
de queso; y vendían hachas de latón y cobre y estaño, y jícaras,
y unos jarros muy pintados de madera hechos. Ya querría haber
acabado de decir todas las cosas que allí se vendían, porque eran
tantas de diversas y calidades, que para que lo acabáramos de ver e
inquirir, que como la gran plaza estaba llena de tanta gente y toda
cercada de portales, en dos días no se viera todo. Y fuimos al gran
cu, e ya que íbamos cerca de sus grandes patios, e antes de salir de
la misma plaza estaban otros muchos mercaderes, que, según dijeron,
eran de los que traían a vender oro en granos como lo sacan de las
minas, metido el oro en unos canutillos delgados de los ansarones de
la tierra, e ansí blancos por que se paresciese el oro por de fuera;
y por el largor y gordor de los canutillos tenían entrellos su
cuenta qué tantas mantas o qué xiquipiles de cacao valía, o qué
esclavos o otra cualquier cosa a que lo trocaban. E ansí dejamos la
gran plaza sin más la ver y llegamos a los grandes patios y cercas
donde está el gran cu; y tenía antes de llegar a él un gran
cercuito de patios, que me paresce que eran más que la plaza que hay
en Salamanca, y con dos cercas alrededor de calicanto, e el mismo
patio y sitio todo empedrado de piedras grandes de losas blancas y
muy lisas, e adonde no había de aquellas piedras estaba encalado y
bruñido y todo muy limpio, que no hallaran una paja ni polvo en todo
él. Y desque llegamos cerca del gran cu, antes que subiésemos
ninguna grada dél envió el gran Montezuma desde arriba, donde
estaba haciendo sacrificios, seis papas y dos principales para que
acompañasen a nuestro capitán, e al subir de las gradas, que eran
ciento y catorce, le iban a tomar de los brazos para le ayudar a
subir, creyendo que se cansaría, como ayudaban a su señor
Montezuma, y Cortés no quiso que llegasen a él. Y desque subimos a
lo alto del gran cu, en una placeta que arriba se hacía, adonde
tenían un espacio como andamios, y en ellos puestas unas grandes
piedras, adonde ponían los tristes indios para sacrificar, e allí
había un gran bulto de como dragón, e otras malas figuras, y mucha
sangre derramada de aquel día. E ansí como llegamos salió el
Montezuma de un adoratorio, adonde estaban sus malditos ídolos, que
era en lo alto del gran cu, y vinieron con él dos papas, y con mucho
acato que hicieron a Cortés e a todos nosotros, le dijo: “Cansado
estaréis, señor Malinche, de subir a este nuestro gran templo”.
Y Cortés le dijo con nuestras lenguas, que iban con nosotros, que él
ni nosotros no nos cansábamos en cosa ninguna. Y luego le tomó por
la mano y le dijo que mirase su gran ciudad y todas las más ciudades
que había dentro del agua, e otros muchos pueblos alrededor de la
misma laguna en tierra, y que si no había visto muy bien su gran
plaza, que desde allí la podría ver muy mejor, e ansí lo estuvimos
mirando, porque desde aquel grande y maldito templo estaba tan alto
que todo lo señoreaba muy bien; y de allí vimos las tres calzadas
que entran en Méjico, ques la de Istapalapa, que fue por la que
entramos cuatros días hacia, y la de Tacuba, que fue por donde
después salimos huyendo la noche de nuestro gran desbarate, cuando
Cuedlavaca, nuevo señor, nos echó de la ciudad, como adelante
diremos, y la de Tepeaquilla. Y víamos el agua dulce que venía de
Chapultepec, de que se proveía la ciudad, y en aquellas tres
calzadas, las puentes que tenían hechas de trecho a trecho, por
donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; e
víamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que
venían con bastimentos e otras que volvían con cargas y
mercaderías; e víamos que cada casa de aquella gran ciudad, y de
todas las más ciudades questaban pobladas en el agua, de casa a casa
no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de
madera, o en canoas; y víamos en aquellas ciudades cues y
adoratorios a manera de torres e fortalezas, y todas blanqueando,
que era cosa de admiración, y las casas de azoteas, y en las
calzadas otras torrecillas e adoratorios que eran como fortalezas. Y
después de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto,
tornamos a ver la gran plaza y la multitud de gente que en ella
había, unos comprando e otros vendiendo, que solamente el rumor y
zumbido de las voces y palabras que allí había sonaba más que de una
legua, e entre nosotros hobo soldados que habían estado en muchas
partes del mundo, e en Constantinopla e en toda Italia y Roma, y
dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamallo
e llena de tanta gente no la habían visto...”
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