Tras la visita a la iglesia del Gesú, pasamos por lugares
renombrados como el Palacio residencia de Berlusconi, el mirador de
Leticia Bonaparte, la plaza Venecia y el monumento a Victor Manuel II, el altar de la Patria, que domina toda Roma y que tanta controversia levantó en su construcción. Nos dirigimos al monte capitolino,
la más pequeña de las siete colinas de Roma, pero la más importante,
pues era el centro religioso de la ciudad; allí estaba el templo a
Júpiter y en ella se celebraban la investidura de los cónsules y los
triunfos de los generales victoriosos. Para ello hemos de ascender la
enorme escalinata que nos lleva a la iglesia de santa María Araceli,
regentada por los frailes menores, y por la que los romanos sienten
devoción especial, especialmente las que están en estado de buena
esperanza, pues alberga una copia del santo Bambino del siglo XV de
madera proveniente del huerto de Getsemaní y que fue robada en 1994 y
nunca se recuperó. En un rincón, y como olvidado, una escultura de León X, el Papa que no supo ver el peligro que suponía Lutero con sus 95 tesis.
Al salir de la iglesia nos encontramos en el Campidoglio, plaza planificada por el genio de Miguel Ángel
y sus colaboradores. En una esquina, antes de entrar, la escultura de
la Loba amamantando a Rómulo y Remo. Y la plaza alberga el palacio
Senatorio, donde se alojan las oficinas de la Alcaldía, y los museos
capitolinos. En el centro de la plaza, la escultura en bronce de Marco Aurelio,
conservada por confundirla con Constantino. Y para salir de la plaza
hay que atravesar el espacio guardado por Castor y Pólux, los genios
protectores de Roma. La historia y el arte se funden en un sentimiento
de admiración hacia la belleza del lugar.
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